La última vez que vi sus ojos azules fue a través de un gloryhole. Uno de esos agujeros que predisponen al placer, con el tamaño ideal para introducir un firme miembro y permitir que una lengua juguetona juegue con él. Las sensaciones que esos labios y esa lengua causaron en mí fueron tales como para interrumpir el momento y mirar quien mostraba esas dotes. Era un chico de unos 25 años, con un cuerpo fibrado de deportista, labios carnosos, barba de unos días y unos ojos claros sedientos de placer.
Desgraciadamente, el momento mágico no duró mucho tiempo. En cuanto me vio, rápidamente cambiaron las facciones de disfrute de su rostro y salió rápidamente del cuarto.
Aunque estuve un par de horas más en Boyberry, no volví a cruzármelo. Supuse que se fue porque seguramente mi rabo grueso de 19 cm le gustó pero mi cara no, y ya llevaría un tiempo haciendo de las suyas en el local y ya estaría satisfecho.
De camino a casa no podía dejar de pensar en esa cara y en esa forma de chupar cada centímetro de mi polla… tanto pensé que durante el trayecto en el metro hacia casa la sangre comenzó a bajar a mi rabo sin lograr evitarlo, así que coloqué mi mochila en el regazo para que los ocupantes del vagón no se percataran de ello.
Las semanas pasaron, posiblemente unas tres antes que el gobierno decretara el confinamiento en casa. Boyberry cierra sus puertas, y el que escribe estas palabras tiene que dar rienda suelta a la imaginación para matarse a pajas. No puedo negar que algunas de ellas se las dediqué a este chico desconocido, al cual no había podido olvidar del todo.
Cada uno tiene sus vicios en cuarentena, uno le da por los trabajos manuales y a las vecinas por cotillear. Puedo presumir de tener verdaderas espías en mi escalera. La que más la del piso de arriba. ¿Por qué lo sé? Porque uno escucha cosas cuando tiende la ropa en la galería. Dicen que la vecina de al lado mío se fue hace una semana y dejó el piso en alquiler. Y ahora tengo un nuevo vecino, según la vecina un joven con pintas de macarra y ropa rara.
La verdad es que no suelo salir al balcón y todavía ni me había percatado de ello. Esa misma tarde, como la anterior salí al balcón a las 8 de la tarde a aplaudir al personal sanitario. Oí el ruido de la puerta corredera del vecino y cuando giré la cara lo primero que encontré fueron los mismos ojos azules de aquella tarde en el Boyberry.
Iba en albornoz, seguramente estaba recién salido de la ducha, el pelo mojado dibujaba unos rizos sobre la frente y el cinturón apretado hacia intuir una delantera prominente y muy apetecible. Durante el aplauso no pude dejar de mirarlo, en cambio, él no parecía percatarse de ello. Cuando se giró para entrar de nuevo en su casa, se cruzaron su mirada y la mía, y creí advertir una leve expresión juguetona y divertida en su cara. Y sin articular palabra conmigo entró de nuevo a su comedor. Yo me quedé unos segundos como esperando su vuelta pero comprendí que no saldría de nuevo y entré en mi casa también.
Mi mente no podía parar de pensar en la ocasión en que pude meter mi polla en esa boca tan golosa y no pude evitar pensar en la posibilidad de repetir eso y en muchas otras cosas que no pude hacer… ahora que lo tenía a mi alcance.