Recuerdo aquella tarde de invierno a la perfección: tras dos años de mi primera y prematura relación estable con un compañero de clase, por fin me sentía libre al dejarla en el olvido. Yo era un chico de tan solo veinte años, deportista, despistado, muy enamoradizo y con la típica cara de no haber roto un plato en la vida, al que una relación llena de mentiras piadosas le había abierto los ojos y las ganas de explorar.
Esa tarde me encontraba especialmente excitado, recuerdo haber llenado la papelera de mi cuarto con prácticamente un rollo de papel higiénico que sucumbía a mis pocas ganas de estudiar y, aun así, las yemas de mis dedos parecían humedecerse por sí solas una y otra vez mientras frotaban el contorno de mi ano, cada vez más sensible y algo hinchado, buscando profundizar y aumentar el número de corridas que comenzaban a ser visibles en mi camiseta y ropa interior. Sin pensármelo dos veces, me puse unos pantalones de chándal, las zapas, un buen abrigo de plumas, mi gorra hacia atrás y la decisión de que ese día recorrería algunos lugares de la zona centro donde poder encontrar hombres que supieran satisfacerme.
En el autobús ciento cuarenta y ocho de Madrid, dirección a Callao, las inseguridades y los miedos, propios de mi poca experiencia, hacían replantearme el objetivo, pero mis hormonas y la sensación de querer experimentar cosas nuevas me empujaban hacia lo contrario.
Justo cuando estaba a punto de bajarme del autobús convencido de concluir esa aventura sin sentido, fruto de un gran calentón adolescente, me percaté de la mirada penetrante de un hombre que se encontraba de pie justo frente a mí. Con aquella intensidad y fijación, me dio la sensación de que me conocía, pero no lo había visto nunca antes en mi vida. Él tendría unos treinta y cinco años o quizá más, de tez morena, ojos oscuros, cejas y barba pobladas, labios carnosos en mandíbula cuadrada y me superaba en más de media cabeza de altura. Sus manos anchas y su complexión fuerte, así como su expresión ruda, daban la impresión de dedicarse al mundo de la obra o algo que implicara un esfuerzo físico extra, y todo eso, contrastaba con su apariencia cuidada y actual.
Pese a que el autobús cada vez se llenaba más y más, el hombre absorbía mi atención, se humedecía los labios e intentaba buscarme con la mirada, parecía anhelar en mi rostro un gesto de aprobación, como un pistoletazo de salida hacia lo que sería un primer contacto. Solo conseguía aumentar mi curiosidad e intimidarme más por momentos.
A dos paradas de lo que empezó siendo mi destino, decidí que ya era suficiente, y con la intención de abandonar el autobús atestado, quedé dando la espalda a aquel desconocido. Pude apreciar ese olor tan característico del hombre pulcro tras un largo día de trabajo, su aliento caliente dirigido intencionadamente hacia mi cuello y poco a poco cómo sus pectorales se hundían en mi anorak de plumas y presionaban la parte alta de mi espalda poniéndome muy nervioso y excitado a partes iguales.
Había muchas personas presentes, pero todas ellas, ajenas a unos anchos pero hábiles dedos que sorteaban la goma que ajustaba mi abrigo a la cadera, y posteriormente tiraban de los elásticos de mi pantalón y de la ropa interior, lo suficiente para hacerme sentir desnudo. Un acto reflejo, hizo que todo mi cuerpo retrocediera lo máximo posible sintiendo el contacto del resto de su volumen, y una masa de carne caliente cayó por su propio peso entre mis dos nalgas que comenzaban a relajarse. Rápido me percaté que aquello que notaba dentro de mi pantalón se trataba del miembro de aquel hombre. Cualquier mínimo zarandeo del autobús se convertía en el cómplice perfecto para rozar su cipote desnudo, morcillón y húmedo que comenzaba a endurecerse entre mis cachetes.
A escasos metros de la última parada, su rabo había llegado al máximo esplendor y conseguía rozar mi recto sudado y medio irritado empujando con su glande más allá de mis huevos con cada movimiento. Yo me estremecía del gusto mientras anclaba, con discreción, ambas manos a diferentes puntos de apoyo en las barras de seguridad y poder así ejercer aún más presión.
Cuando el público empezó a abandonar el autobús, pude notar cómo se retiraba de inmediato, la goma de mi pantalón volvía a su estado original y yo permanecía inmóvil. Solo pude reaccionar tras su empujón en seco reclamando paso, y aquel cabronazo de espaldas anchas y andares toscos no me dedicó más que una última mirada justo antes de alcanzar la calle y perderse entre el bullicio que cruzaba hacia el otro lado de la Gran Vía.
Tuvo que ser el conductor, avisándome de que no había más paradas, el que me despertara de mi estado de éxtasis. Sin pensármelo dos veces, me dirigí hacia donde había perdido la pista del inquietante desconocido. Ahora tenía claro que necesitaba ser penetrado por aquel misterioso individuo con las características de semejante empotrador.
Pasado el Palacio de la Prensa, pude divisarle atravesando con paso firme la plaza de La Luna, llegué a tiempo para verle coger la calle Desengaño y recorriéndola unos metros, lo divisé a lo lejos, ajeno a mi rastreo en celo, entrando a un local teñido de una luz verde algo inusual.
Cuando pensé que todo estaba perdido, me detuve delante de la puerta de entrada del Boyberry. Con un vistazo rápido, supe que aquello solo acababa de empezar. Dudé tan solo unos instantes, era mi primera vez y desconocía por completo el protocolo, hasta que desde el escaparate, volví a sentirme acechado por la misma bestia. En esta ocasión, su expresión contenía cierta complicidad, como si en todo momento hubiese sabido que terminaría cayendo en sus garras.
Sin su abrigo de vestir era mucho más estilizado, ahora podía apreciar unas piernas anchas y bien marcadas bajo el pantalón vaquero gastado aún desabrochado y una camiseta negra acentuaba a la perfección su cintura, destacando aún más la anchura de su espalda y dejando ver unos brazos trabajados con vastos antebrazos bien peludos. Mientras que con una mano se llevaba el botellín de cerveza a aquellos labios carnosos, con la otra remarcaba el paquete que tanto deseaba, ocasionándome el empujón necesario para dar un paso al frente y tirar del picaporte de la puerta.
Era mucho antes de la hora golfa y ahí no había clientes, tampoco estaba él. Únicamente su botellín de cerveza confirmaba que todo aquello no era producto de mi imaginación.
Sabiendo lo que estaba buscando, el camarero me indicó con un gesto la entrada hacia una sala anexa más oscura. Pude desprenderme de mi abrigo en el ropero, me remangué la camiseta y asegurando la posición de mi gorra me dispuse a introducirme a cazar en aquella selva negra donde, sin saberlo aún, la presa era yo.
Nada más acceder, pude oír sugerentes gemidos junto a golpes cálidos y bien acompasados que provenían de cabinas cerradas. Mi adrenalina se disparaba y no me permitía asimilar toda la información del entorno. El olor de aquel hombre era palpable en el ambiente y una sombra proyectada en la boca de unas escaleras delataba sus movimientos. Estaba muy cachondo. Bajé sin control hasta encontrarme en una sala abovedada aún más oscura, pero seguía sin ver rastro de mi objetivo. Los gemidos, los golpes y los susurros se hacían aún más presentes, y me di cuenta que el sudor comenzaba a crear gotas lo suficientemente pesadas para deslizarse por mi piel en todas las zonas de mi cuerpo. Busqué por todos los rincones, accedí a sus diversos habitáculos y no había rastro de él, pero su olor era más intenso.
Solo podía imaginarme en alguna colchoneta sin ropa, sobre su cuerpo semidesnudo y siendo acariciado por aquellas grandes manos que me dirigirían a su antojo. Él agarraría mi cuello con fuerza empujándome hacia su boca, al fin podría sentir sus grandes labios deslizándose sobre los míos. Abriría la palma de su mano para llenársela de nuestra saliva y levantaría mi cuerpo mirándome fijamente a los ojos con la intención de introducirse muy poco a poco hasta el tope de sus huevos cargados. En ese preciso momento, yo sucumbiría irremediablemente con mi corrida sobre su pecho peludo sin tocarme y mi respiración se quedaría totalmente bloqueada con mis manos apretándole con fuerza los hombros. Al darse cuenta, abusaría de su posición aumentando la velocidad y la fuerza de sus envestidas, devolviéndome el aliento y haciendo que mis gemidos se unieran al resto de aquella manada latente que se introducía por mis oídos y resonaba en mi cabeza. Un movimiento brusco le haría incorporarse y me apartaría posicionándome de rodillas recibiendo un espeso y abundante chorro de lefa caliente sobre mí bajo sus órdenes de abrir la boca. Esta idea, hacía que mi polla se hinchara y mi recto comenzase a lubricar por sí solo mientras era yo mismo el que recorría mi cuerpo con la palma de mi mano en aquella insólita situación.
Perdido en mi propia fantasía, una sombra me abordó por la espalda, me rodeó con sus brazos inmovilizándome por completo y pude sentir que todo encajaba como hace unos minutos en aquel autobús, pero esta vez, no existían límites, su barba ya rozaba mi cuello y sus labios, más cerca que nunca, pronunciaron claramente con una voz profunda que hizo vibrar mi interior:
-Te atrapé.