El chico que quiso crecer
No era la primera vez que Peter lo notaba. Definitivamente, algo estaba cambiando.
Las primeras veces no quiso darle importancia. Serán cosas del tiempo… será el aburrimiento. Lo que nunca había llegado a plantearse seriamente es que aquello que estaba sucediendo tuviese que ver con la edad. A fin de cuentas, nadie se hacía mayor en Nunca Jamás.
Pero aquello empezaba a ser preocupante. Al principio no eran más que pensamientos fugaces que atravesaban su cabeza; más tarde, ligeras caricias casuales en algunas partes de su cuerpo que hasta entonces había ignorado por completo. Deseos, dudas que atormentaban su mente, siempre jovial y despreocupado.
Y luego estaba lo otro: si había algo que realmente lo asustaba era esa forma en que a veces se descubría a sí mismo mirando a alguno de los chicos que vivían con él en la isla. Hasta donde llegaban sus recuerdos, Peter había vivido siempre con las mismas personas. Los Niños Perdidos de Nunca Jamás eran toda su compañía, y a decir verdad, ni él ni los otros habían necesitado nunca a nadie más. Aquel era su reino, todo cuanto conocía. Eran libres, aventureros, sin cargas ni adultos que dictasen reglas o indicasen lo que debían o no debían hacer. El mundo entero estaba a sus pies, y eso se traducía en un sentimiento: felicidad.
Peter era el líder. Los Niños Perdidos eran para él hermanos, amigos, hijos y aliados. Él los había ido rescatado y entregado un hogar en el que sentirse a salvo de un mundo adulto, mancillado por normas y entresijos.
Pero de un tiempo a esta parte, Peter no podía evitar otro tipo de sensaciones a las cuales no sabía dar un nombre. Ocurría en ocasiones, pero cada vez que pasaba se sentía sucio, culpable.
¿Qué está pasándome? Se preguntaba a menudo. ¿Por qué observaba de esa forma interesada a sus amigos cuando todos se bañaban juntos en la Laguna de Oro? ¿Qué había en sus cuerpos que llamaba tanto su atención y despertaba en él aquel calor incontrolado?
Los demás notaban que a Peter le ocurría algo. No lo veían con la misma frecuencia, pues cada vez evitaba más la compañía de los suyos. Se había encerrado en sí mismo tratando de encontrar respuestas que lo aliviasen. No era la misma persona. Así que a nadie extrañó cuando, un día, de buenas a primeras, anunció su partida.
Peter Pan, el primer niño de Nunca Jamás, necesitaba un cambio. Había llegado a la conclusión de que nada era eterno, y se daba cuenta de que de algún modo había empezado a crecer. Así que decidió tomarse unas vacaciones, y el lugar elegido fue el mundo real. Quería experimentar lo que era vivir un mundo adulto, sentirse el hombre que empezaba a ser. Lo más duro fue dejar atrás a su hada brillante; sabía que sin su protección, toda su niñez quedaba atrás para siempre.
El día de su viaje tuvo que pensar a dónde dirigirse. Pensó en Londres (era el único lugar de la Tierra que conocía), pero pronto descartó la idea. En Londres vivía Wendy, y sabía que allí la tentación estaría demasiado cerca. Prefería evitar cualquier distracción.
Así que dejó que el azar decidiera su destino. Consultó un gran globo terráqueo que tiempo atrás encontró saqueando el viejo barco abandonado de Garfio y, haciéndolo girar con fuerza, puso el dedo en un punto concreto. Allí se dirigiría, no había más que hablar.
Sin pensarlo, alzó el vuelo y abandonó la tierra de Nunca Jamás, dispuesto a descubrir nuevos horizontes y de paso a sí mismo. Y empezaría por España…
… Madrid.
Nada más posar sus piernas en la gran ciudad descubrió que algo había cambiado. De pronto no se sentía tan liviano. Dudaba que pudiese volver a volar, y le preocupó no poder regresar a casa más adelante.
Deambuló buscando un lugar donde refugiarse, y así, acabó ocultándose en una pequeña gruta artificial en el parque del Retiro. Era lo más parecido a todo cuanto conocía. Peter estaba acostumbrado a sobrevivir en cualquier lugar rodeado de naturaleza, así que elaboró una lista de provisiones, buscó alimento y se escondió.
Así pasaron un par de días, preguntándose qué demonios hacía allí. En todas esas horas no dejó de darle vueltas a una sola idea: había dejado su país para enfrentarse a la realidad, a esos cambios que lo agobiaban, pero que se moría por conocer. No dejaba de observar más y más cambios. En apenas esos dos días, su piel no parecía tan lisa, un suave vello había cubierto zonas de su cuerpo que antes eran suaves. Sus brazos, sus piernas… incluso su rostro parecía ahora más áspero y alargado. Supuso que el tiempo en La Tierra era distinto. Él ya estaba en la edad adulta, aunque su aspecto en Nunca Jamás cambiase de manera tan extraordinariamente lenta, y al llegar a Madrid, ese proceso se había acelerado.
Su imagen en el lago del parque revelaba a otra persona, un joven adulto de 20 o 21 años. Y en el fondo esos cambios le gustaban. Así que fue a por más.
Al atardecer del tercer día se atrevió a salir del parque. Sus ropas no llamaban la atención, pues tuvo la precaución de vestirse con algo decente que guardaba en sus cofres tras la última visita a Londres. Se dedicó a caminar por Madrid, por primera vez cenó comida que no había tenido que cazar él previamente… algo a lo que las personas llamaban pizza. Deambuló durante horas, ensimismado por las luces de los altos edificios.
Abrumado por el trasiego de la Gran Vía decidió desviarse por una calle paralela, algo más tranquila. Y entonces lo vio… En la esquina había un edificio decorado con luces verdes y carteles con chicos sin ropa. Chicos jóvenes, lampiños, parecidos a esos Niños Perdidos que añoraba. Boyberry se llamaba el lugar. Atraído como por un imán invisible, entró.
Dentro la música sonaba, y un amable camarero, con un cuerpo definido y una agradable sonrisa le invitó a pasar. Peter, acostumbrado a otro tipo de ambientes, no supo cómo reaccionar.
– Bienvenido a Boyberry, ¿qué quieres tomar?
– Hola – dijo Peter -, agua, por favor.
– ¿Agua? – preguntó extrañado el camarero – ¿Me dejas que te ponga algo que te va a gustar más?
Peter dudó, pero volvió a recordarse el motivo por el que estaba allí: no podía olvidar que había ido a conocer lo que se había estado perdiendo, así que se atrevió a confiar en aquel desconocido.
– Está bien, sorpréndeme.
El camarero complacido preparó un delicioso cóctel, suave y afrutado, y se lo puso. Peter lo probó. Aquella combinación de sabores tropicales le pareció deliciosa y familiar. Tanto que no rechazó una segunda.
Empezaba a sentirse cómodo. Entonces un par de varones entraron al local. Aparentaban la edad de Peter, quizás un poco más. Uno de ellos era moreno, con una ligera barbita de tres o cuatro días, ojos profundos y sonrisa pícara y decidida. El otro, castaño claro, con la tez suave y un rostro de niño que, a pesar de ello, aparentaba seguridad en sí mismo. Fueron directos a un ropero situado a un lado de la barra y el camarero que charlaba con Peter se acercó a saludar y atenderlos. Ahí comenzaron las miradas. Peter no pudo evitar sentirse atraído por ellos, sobre todo al descubrir que también lo miraron. Se sintió desconcertado y decidió seguir bebiendo en soledad.
Habrían pasado quince minutos cuando uno de los jóvenes se acercó por detrás. En aquel momento Peter se encontraba solo, pues el local había empezado a llenarse y el camarero no podía dedicarle tanto tiempo.
– Hola amigo – dijo el chico castaño -, mi colega y yo hemos visto que estás solo. ¿Te apetece sentarte con nosotros y tomar otra copa?
– Por supuesto. Mi nombre es Peter – dijo sin dudar, dejando a un lado el miedo.
– El mío es Alberto.
Se acercaron a la mesa donde aguardaba el tercer chico.
– Hola, me llamo Víctor. ¿Y tú?
– Yo soy Peter.
– ¿Eres extranjero?
– Sí, llevo poco tiempo en Madrid.
– ¿De dónde vienes? – preguntó Alberto interesado.
– Vengo de… de lejos. Bastante lejos.
– Ah… – los chicos no insistieron. Pensaron que Peter era simplemente reservado.
A medida que bebían el ambiente se iba relajando. Peter se encontraba más y más cómodo, por no hablar de esa sensación que iba subiendo a su cabeza, un ligero mareo gradual que lograba desinhibirlo. Al poco rato todo eran risas. Peter contó que había dejado lejos a su familia, y que le apetecía conocer ciudades nuevas, personas nuevas… sensaciones nuevas.
Entonces Alberto y Víctor se miraron cómplices.
– ¿Te apetece conocer mejor este lugar?
– ¿Hay más?
– Síguenos.
Peter obedeció. Atravesaron una cortina y llegaron a una zona más oscura. Desde allí, el camarero les sonrió desde la barra y les dijo:
– Pasadlo bien.
Bajaron por una escalera e invitaron a Peter a sentarse en un sofá, en una pequeña sala igualmente oscura donde proyectaban una escena de dos hombres manteniendo sexo de una manera salvaje. Peter clavó su vista en la pantalla, olvidando por un instante a sus dos acompañantes. Su cuerpo comenzaba a responder. Aquello que había sentido en otras ocasiones se manifestaba ahora con intensidad. Tenía una potente erección.
Sus amigos, pendientes de él vieron la ocasión perfecta y empezaron a tocar sus piernas. Peter se dio cuenta y antes de poder decir nada, Alberto se lanzó a su boca y lo besó. Víctor rozaba el interior de los muslos de Peter, que quedaban a la vista gracias al pantalón corto que había elegido usar. Las lenguas de los otros dos se entrelazaban en una danza cargada de pasión. Peter totalmente entregado, se separó y buscó el mismo manjar en la boca de Víctor. Se besaron, lamieron y tocaron.
Para ese entonces los tres ostentaban tremendos bultos. Era el momento de ir más allá. Alberto se puso en pie y sacó su polla, larga y dura, con el vello recortado, y la puso frente a los dos. Peter la observó goloso, pero Víctor se adelantó y empezó a lamerla. Alberto gemía de placer, levantó su camiseta y Peter pudo descubrir un torso duro y trabajado.
– ¿Quieres probar? – dijo Víctor.
Peter no lo pensó, se abalanzó sobre esa polla joven y la engulló mientras Víctor abría su pantalón y sacaba a relucir el pene de Peter. Sin previo aviso, se arrodilló y comenzó a mamársela a su nuevo amigo. Peter creía estar en el cielo. Jamás había llegado a imaginar un placer semejante. Tener la polla de un chico en la boca mientras otro chupaba la suya era algo espectacular. Se dejó llevar por un instinto, para él primitivo, y cogió la cabeza de Víctor y empujó con su polla hasta oír una pequeña arcada. Sentía el calor de la saliva en sus huevos, la notaba resbalar, sentía el tope de la garganta en la punta de su tremendo rabo. A medida que se iba calentando, aceleraba el ritmo de la mamada que él mismo le hacía a Alberto, que cada vez gemía con más fuerza. A su alrededor se había empezado a formar un corro de mirones que disfrutaban de unas vistas fabulosas.
Víctor se levantó y cogió de la mano a los otros dos. Se dirigió a un pasillo que desembocaba en una estancia más grande, a la que llamó La Bóveda, con una espaciosa cama. Allí terminarían lo empezado. Pero entonces, alguien detuvo a Peter de sopetón.
– ¿Peter?
Peter observó a aquella persona que lo había llamado por su nombre. Era imposible que allí alguien lo conociese. A simple vista, el rostro de aquel chico no le sonaba. Tenía barba, y su cuerpo, fuerte y atractivo, lucía mucho más desarrollado que el suyo. Iba sin camiseta, y destacaba un pecho duro, cuadrado y salpicado de vello oscuro y ensortijado. Pero aquellos ojos eran inconfundibles. Reconoció su brillo.
– ¿Lampick?
El tiempo se congeló. Lampick y él llevaban dos años sin verse. Se trataba de un Niño Perdido que un día se marchó de Nunca Jamás sin motivos ni explicaciones. En otro tiempo fue el mejor amigo de Peter, por eso nunca comprendió por qué desapareció. Ahora lo entendía. Seguramente Lampick sintió los mismos cambios que él sentía ahora. Lo que estaba claro es que los años lo habían cambiado. Lo habían mejorado. No había ni rastro de aquel niño. Ahora era un joven fuerte y cuidado, un hombre a su lado. En aquel momento Peter supo que tarde o temprano, todos acabarían sintiendo esos cambios y dejando aquella tierra de ensueño para hacerse mayores.
– ¿Dónde has estado? Creía que estabas…
– Deja ahora las preguntas, Peter, ya habrá tiempo de hablar.
Lampick besó a Peter como tantas veces había deseado, arrinconándolo contra la pared, metiendo la mano bajo su camiseta y tocando su espalda. Pero un carraspeo los hizo volver a la realidad. Allí se encontraban Víctor y Alberto, con el rabo en la mano, pajeándose el uno al otro, esperando a que se uniera.
– ¿No vas a presentarme a tus amigos? – dijo Lampick sonriendo con picardía.
Los cuatro se dirigieron a la cama, y allí las cosas sucedieron más deprisa. Los pantalones sobraron al instante. En un momento, Peter quedó arrodillado en la cama, Alberto se puso de pie y ofreció su polla al joven. Era un espectáculo: aquel chico dominante, con el pantalón por los tobillos, su magnífico rabo en la boca de Peter, la camiseta levantada hasta las axilas, mientras Lampick tumbado se la chupaba a Peter y Víctor lamía el culo de Lampick. Un círculo de pajilleros se arremolinó alrededor.
Entonces Alberto se volvió a arrodillar y abrió las piernas de Peter con cuidado, colocó su rabo mojado en la entrada de su culo, terso y duro para calentarlo. Peter sospechaba lo que estaba por venir, y lo deseaba con todas sus fuerzas.
– Hazlo ya, ¡por favor!
Colocándose un condón y jugando con su saliva, Alberto empujó y la fue metiendo poco a poco. Víctor hizo lo mismo con Lampick. La imagen era perfecta: Peter y Lampick arrodillados a cuatro patas, penetrados por dos amigos que sabían muy bien lo que hacían, de rodillas sobre ellos. Alberto y Víctor se besaban mientras follaban a dos afortunados. Peter besaba a Lampick mientras recibía los pollazos de Alberto. De vez en cuando su saliva caía sobre el colchón cuando una embestida más fuerte provocaba gemidos inesperados. Los dos activos bombeaban, frenaban y volvían a acelerar. Se oían suspiros alrededor. Los mirones comenzaban a correrse. Algún avispado se acercó y descargó su lechazo sobre el rostro de Peter. Pero no le importó; se relamió con gusto. Estaba extasiado.
Entonces Alberto avisó:
– Me voy a correr. Daos la vuelta.
– Yo también – dijo Víctor.
Lampick y Peter se voltearon, encontrando dos pollas grandes, firmes y húmedas dispuestas a descargar sobre sus caras. Se pajearon frenéticamente. Y entonces, un chorro fue directo a la boca de Peter, luego otro, y otro. Al mismo tiempo, los pasivos eyacularon también, y esta nueva sensación fue algo extraordinario. La leche caliente de sus nuevos y atractivos compañeros, la lengua de Lampick chocando con la suya mientras recibía también los trallazos de Víctor… y para colmo el orgasmo sensacional que sintió e hizo que inundara la cama de lefa.
Cayeron agotados, besándose y haciéndose caricias hasta que el público comprendió que allí no había más que ver y se marcharon a vivir sus propias aventuras.
Víctor y Alberto se levantaron para ir al baño, y prometieron volver con una copa para cada uno. Era el principio de una amistad.
Cuando quedaron a solas, Lampick y Peter se miraron, se besaron.
– Pensé que nunca volvería a verte.
– Necesitaba un cambio – dijo Lampick – Mi cuerpo se estaba transformando. Creí que os daríais cuenta. Además, no podía dejar de mirarte…
Hablaban muy cerca el uno del otro. Sus penes, relajados hasta ahora comenzaban de nuevo a crecer…
– A mí me estaba pasando algo parecido. Creo que al final, todos tenemos que crecer, y no es tan malo como siempre imaginé – respondió Peter -. Tarde o temprano, los demás encontrarán su lugar en el mundo, y volarán.
– ¿Volverás allí algún día?
Peter sonrió:
– Nunca jamás.