Me encontraba delante de la puerta del local. Lo conocía de sobra, era tan céntrico que había pasado cientos de veces por delante. Además, siendo gay y viviendo en Barcelona ¿cómo no conocer el Boyberry? Sin embargo, nunca me había atrevido a entrar. No me malinterpretéis, no soy un mojigato. He tenido ocasión de experimentar bastante en el sexo y cumplir muchas de mis fantasías. Pero el tema de ligar nunca ha sido mi fuerte. Pensé que las aplicaciones de citas eran la solución ideal para gente como yo. Me equivoqué. La mayoría de las veces que intentaba usarlas para quedar con alguien acababa haciéndome una paja. No sé por qué resultaba tan difícil. Aunque no era un bellezón tampoco me consideraba feo; aún no había cumplido los cuarenta y me machacaba religiosamente en el gimnasio cuatro veces por semana. Siendo como fuera decidí que había llegado la hora de conocer el Boyberry. Además, ese día tenía una motivación extra para ir: había quedado con alguien que me estaba esperando dentro y tenía que encontrarle. No me lo pensé más y crucé las puertas automáticas.
El interior era lo que podía esperarse de un sex shop, salvo por una colección de DVD’s entre las que había auténticas joyas del cine. Una cortina ocultaba el fondo del local. Junto a la cortina, un cartel informaba de que ese día era fiesta Naked. La cosa se ponía interesante por momentos. Cuando pasé al otro lado de la cortina me encontré, a la derecha, con el mostrador tras el cual había un dependiente y, a la izquierda, una zona de taquillas en donde había algunos chicos desnudándose. Me quedé mirándolos descaradamente, sin poder evitarlo. Sobre todo a uno de ellos, un chico moreno que debería de tener menos de treinta años. Su cuerpo era bonito: delgado y fibrado. Cuando se bajó el slip un miembro enorme y grueso cayó pesadamente, libre de su prisión. Su rabo resultaba a todas luces desproporcionado en relación a su cuerpo esbelto. ¿Cómo podía llenar toda esa polla de sangre sin desmayarse? Dándose cuenta de que no dejaba de mirarle (imagino que acostumbrado a provocar tal efecto) el chico me sonrió. Esa sonrisa pícara que me dedicó me puso aún más cachondo. El chico cerró su taquilla y atravesó una puerta que había más allá de las taquillas y que supuse que conducía a la zona de cruising. Las dudas que hubiera podido tener se esfumaron en un segundo. Compré una entrada al dependiente, me desnudé, guardé toda mi ropa en una taquilla y atravesé el umbral a ese más allá.
En el interior una multitud de cuerpos masculinos se entremezclaban en la penumbra de manera coordinada y acompasada, como miembros de un único organismo viviente. Pasé unos segundos paralizado ante tanto estímulo visual. No sabía a dónde mirar, cómo absorber toda esa información. Lo primero que llamó la atención fue la cantidad de rabos enormes que veía por todos lados, duros como rocas, morcillones o en reposo; algunos depilados; otros rodeados de una espesa maleza, y no faltaban los que iban engalanados con cockrings metálicos, de goma o de cuero ¿De dónde había salido tanto pollón? Me sentí acomplejado. Mi polla era estándar y se podía decir que estaba satisfecho con su tamaño, pero estando ahí en medio de tanto falo descomunal, era difícil resistir el agravio comparativo. Supuse que una fiesta Naked atraía a un público que tenía de qué presumir. Cuando fui capaz de reaccionar recordé que tenía un objetivo: encontrar a mi cita. Tenía que estar por aquí, en algún lugar. Si, además, daba por el camino con el morenito delgado y pollón de las taquillas, mejor que mejor. Así que me entremezclé yo también en ese mosaico de cuerpos en movimiento y me dejé llevar.
Empecé a seguir a un tío, cautivado por su cráneo rapado a lo militar, continuación de un poderoso cuello casi tan ancho como la espalda de la que nacía. El movimiento de sus glúteos de acero al andar me tenía hipnotizado. Siguiendo a ese atleta griego acabé en una especie de laberinto en donde la penumbra dio paso a una oscuridad total. Estaba en un cuarto oscuro. La vista cedió su puesto al tacto como sentido por el que guiarse. Extendí las manos y fui palpando mientras me escurría entre los muros de carne que me rodeaban. Yo, a mi vez, también fui palpado, toqueteado y sobado. Y así fui abriéndome camino hasta que mis manos se toparon con unos pectorales, abultados y duros, bloqueándome el paso. Recorrí con mis manos ese torso, descendiendo por sus abdominales, igualmente abultados y duros hasta acabar acariciando su miembro erecto. Para entonces mis ojos se habían ido acostumbrando a la oscuridad y confirmaron lo que mis manos sospechaban: era el atleta griego y me estaba mirando fijamente. Su mano se posó en mi cuello y presionó hacia abajo, indicándome que debía arrodillarme. Obedecí y empecé a lamerle la polla y los huevos. El gemido de satisfacción que vino desde arriba me indicó que iba por buen camino, así que me introduje el miembro en la boca recorriendo toda su extensión con mis labios, hasta llegar a su nacimiento. Creedme si os digo que no era tarea fácil, dado su tamaño. Después de todo mamar era un arte que requería práctica y dedicación, sobre todo si se trataba de un pollón. Afortunadamente yo cumplía ambos requisitos. Con mucha pericia fui succionando rítmicamente su sexo hasta que sus dos manos, grandes y viriles, agarraron mi cabeza y aquel Adonis empezó a follarme la boca. Casi no podía respirar, siendo atragantado una y otra vez por semejante rabo, pero estaba en éxtasis. Apenas podía tocarme mi propia polla si no quería correrme sin remedio. Tenía que aguantar. Otros rabos fueron surgiendo ante mí y también los fui saboreando. Otras bocas se unieron a mi labor y pronto éramos varios arrodillados. Casi perdí la noción del tiempo entregado a ese placer colectivo. Busqué de nuevo el rabo del cuerpo esculpido en mármol pero ya no lo encontré, había desaparecido. Me levanté recordando que aún tenía un objetivo que cumplir y salí del laberinto.
Regresé al pasillo que discurría entre cabinas. En las puertas de algunas de ellas había chicos apostados. Noté sus miradas pero resistí la tentación de corresponderles, debía continuar con mi misión. Sin embargo no había ni rastro de mi cita. Tampoco del chaval de las taquillas ¿Se habrían ido los dos? ¿Estarían juntos en alguna cabina? Me acerqué a una de ellas donde algunos afortunados estaban disfrutando de lo lindo, a juzgar por cómo temblaban las paredes y por los alaridos de placer que surgían de su interior. Me introduje en la cabina de al lado. Había un glory hole abierto y me agaché para espiar. No eran los que yo andaba buscando, pero la escena me resultó de lo más morbosa. Un tío fornido, velludo, rapado al cero y con barba negra estaba enculando por detrás a otro tío, algo más joven y delgado, pero también barbudo. El que estaba siendo penetrado estaba con el torso inclinado hacia adelante, frente a mí, a la altura del glory hole. Era un chico de facciones armoniosas, ojos claros y labios gruesos. Contemplé con envidia la mueca de placer y dolor dibujada en su rostro. Nos miramos largamente y sentí surgir una conexión entre ambos y, por extensión, con el macho que se lo estaba follando. Me levanté e introduje mi rabo por el agujero. Enseguida noté la calidez de su boca envolviéndolo. Lo degustó con ahínco, al ritmo de las embestidas del empotrador. Fui notando la concentración de placer en mi polla, el volcán a punto de explotar. Pero no era mi momento. No sin esfuerzo, me aparté y salí del cubículo.
Dejé atrás la zona de cabinas y continué por un pasillo. Descubrí que había unas escaleras que conducían a un piso inferior. Abajo había aún más cabinas y más tíos circulando en esa especie de ritual pagano del cual éramos todos adeptos; miembros de una fraternidad consagrada al sexo entre hombres. Llegué hasta una especie de habitación con una cama en medio que ocupaba casi todo el espacio. En la cama había varios tipos fornicando en todas las combinaciones posibles entre dos, tres e incluso más tíos. Alrededor de la cama otros miraban, masturbándose o siendo masturbados o mamados por otros. Yo también me quedé un rato disfrutando del espectáculo. Alguien me agarró las nalgas con fuerza. Me volví y me encontré con un tipo que prácticamente me estaba penetrando con la mirada. Tenía unas facciones duras; parecía de algún país de Europa del Este. Con cierta brusquedad me empujó por detrás hasta obligarme a ponerme a cuatro patas sobre la cama. El gesto me excitó y más aún cuando noté su lengua lamiendo mi culo. No lo hacía nada mal. Mientras me lo iba comiendo me iba dando algún cachete en las nalgas. Pasó entonces a restregarme su rabo entre ellas, haciéndose de rogar. Yo deseaba que lo introdujera de una vez en mi culo. En ese momento vi a alguien que salía de la habitación y reconocí esa silueta: era mi cita. No podía dejarle escapar. Me levanté dispuesto a seguirle. El europeo del este pareció contrariado, pero enseguida un chavalín joven ocupó mi lugar y aún alcancé a ver cómo lo penetraba sin piedad.
Cuando salí de la habitación había perdido la pista de mi esquiva cita. Tuve la intuición de que se habría dirigido al piso superior y volví a las escaleras. Una vez arriba, hice de nuevo el recorrido entre las cabinas. No tenía que ser tan difícil de encontrar, se trataba de un chico que medía más de metro noventa. Y sin embargo no había manera de dar con él. Empezaba a desesperarme. Crucé unas cortinas y entré en un espacio entre cabinas, con varios glory holes. Había algunos rabos asomando. Me pareció una imagen extrañamente poética y surrealista, como un cuadro de Dalí. Tras observarlas aprecié que una de esas pollas era realmente bonita, además de grande y gruesa. No pude resistirme a arrodillarme para mamar tan precioso ejemplar. Cerré los ojos y disfruté notando mi boca siendo usada. Al cabo de un rato la polla se retiró y yo abrí los ojos contrariado para encontrarme, al otro lado del agujero, al chico de las taquillas con su sonrisa pícara. Me hizo un gesto indicando que fuera a la cabina donde estaba él y no me lo pensé dos veces.
Aquel chico no tenía el cuerpo del atleta griego, ni la belleza del chico de la cabina que estaba siendo empotrado, pero había algo definitivamente en su actitud que me ponía muy cachondo. Y luego, claro, esa polla. Nos morreamos. El cabrón besaba muy bien. Volví a mamársela, me la mamó él a mí también y en esas estábamos cuando otra polla asomó por uno de esos maravillosos agujeros. Vais a pensar que me lo invento, pero ésta también era muy grande. Y además, esa la conocía. Era la polla de mi cita. Por fin. El chico de las taquillas y yo nos agachamos y, entre los dos, empezamos a chupársela. Mirando hacia arriba por la abertura del agujero pude observar aquella mirada que me era familiar. El chico de las taquillas se puso de pie y me encontré de rodillas ante dos de las mejores muestras de rabo que la anatomía masculina podía ofrecer. Me deleité saboreándolas, lamiéndolas, tragándolas con devoción. Estaba totalmente entregado. En la cabina había más glory holes por los cuales estábamos siendo espiados. Eso me daba aún más morbo. Mi cita retiró su polla de la abertura y en su lugar introdujo una mano con la que dirigió mi cuerpo hasta colocar mi culo a la altura del agujero. Yo anticipaba lo que vendría a continuación y lo deseaba deseperadamente. Mientras, el chico de las taquillas me tomó la cara entre sus manos e introdujo con fuerza su lengua en el interior de mi boca. En ese preciso momento noté el miembro duro penetrando mi culo desde la cabina de al lado. Mis gemidos eran sofocados por la lengua del otro chico. Estaba en el cielo. No quería que se acabara ese momento. Mientras recibía las arremetidas de mi cita a través del glory hole me abracé al chico de las taquillas. Sentía el volcán de nuevo, amenazando con entrar en erupción, deseando al mismo tiempo prolongar al máximo ese placer. Desde el otro lado de la cabina percibía que ese otro volcán estaba también a punto de estallar. El chico que me abrazaba se masturbaba, acercándose a su vez al clímax. Un largo gemido atravesó la pared de pladur y supe que había llegado el momento. Me pajée mientras notaba los espasmos de la polla eyaculando en el interior de mi culo. El otro chico se unió al gemido y, de un gesto rápido, me metió su rabo en la boca inundando mi garganta con su leche. Y así alcancé yo un orgasmo que parecía no tener fin, como una montaña rusa que retrasa el momento del vertiginoso descenso. El volcán explotó y mi leche se derramó por el suelo de la cabina.
Nos vestimos los tres juntos en la zona de taquillas y nos despedimos del simpático dependiente, quien nos deseó que pasáramos una buena tarde. Ya en la calle, el chaval morenito se despidió de nosotros con su sonrisa traviesa y desapareció en la boca de metro que había justo enfrente.
– ¿Ves como no ha estado tan mal?
– No, nada mal, al contrario, ha sido increíble. Tenemos que repetirlo. No sé cómo has tardado tanto en convencerme para venir.
– Porque eres un cabezón, amor mío. Por cierto ¿qué hacemos esta noche para cenar?
Echamos a andar los dos calle abajo cogidos de la mano.