‘¿Entro o no entro?’. Esta fue la pregunta interna que me repetí una y mil veces cada vez que pasaba por delante de la llamativa fachada verde del madrileño BoyBerry. Pero nunca recibí respuesta. Mi joven cerebro no se atrevía a vivir esta nueva y morbosa experiencia que se me presentaba a unos metros de distancia. Durante semanas indagué a escondidas en las redes sociales en busca de algo que llamase mi atención para atreverme a cruzar esa puerta. Pero el miedo podía siempre más que la valentía.
Hasta que un día todo cambió.
Metro de Madrid. Línea 1. 14:15 horas de un lluvioso mes de septiembre. Vagón casi vacío, pero no pude evitar escuchar la conversación de dos chavales que se encontraban cerca y en los que me llevaba fijando disimuladamente -y creo que ellos en mí también- desde el inicio de la ruta:
–[…] Sí, porque a las tres abren BoyBerry y así aprovechamos y pasamos un buen rato, joder, que falta me hace.
–Pues ya está tío, echamos la tarde allí y nos olvidamos de las pibas y de todo, ¡que les den bien!
Estaban hablando de ese sitio, sí. Esos dos chavales llenos de morbo tenían intención de acudir por la tarde al local que tantas ganas tenía de visitar. Razón de más para, esta vez sí, armarme de valor y hacer lo propio yo igualmente.
‘Próxima estación: Gran Vía’. La locución de Metro alertaba de la inminente llegada a la parada más cercana a BoyBerry. Todo apuntaba a que se bajarían en ella, y así fue. Entre el gentío, desaparecieron por las escaleras. Les perdí la pista, pero permanecí tranquilo sabiendo lo que se avecinaba.
Me planté delante de la puerta, dubitativo, dispuesto a entrar por fin haciendo frente a mis temores. ‘No tiene que ser tan difícil, venga’, reiteraba para mis adentros con afán autoconvincente.
–Vamos, campeón, que está el ambiente en su punto –me dijo un chaval que se encontraba en la puerta fumando–. Cuanto más lo pienses peor.
–Gracias, te voy a hacer caso –repliqué sonriéndole tímidamente a la vez que cogía el manillar de la puerta para entrar–.
–Ahora nos vemos –remató guiñándome el ojo–.
Ante mí, ya en el interior del local, una gran fiesta que no esperaba. Tíos de todas las edades, en solitario o acompañados, se encontraban disfrutando de la parte más visible del recinto, la que siempre veía al pasar desde la calle. No obstante, sabía -por la información vertida en las redes- que BoyBerry es mucho más, así que pedí un refresco en la barra del bar y me lancé a la aventura.
Empecé echando una meada en uno de los baños, los de arriba, colocándome en el meadero central. No tenía a nadie a ambos lados así que pude concentrarme en la micción, pero la tranquilidad me duró poco. Un alboroto se escuchó de repente: eran dos tíos que entraban a hacer una parada técnica, al igual que yo, para descargar. Uno de ellos -el que más hablaba- se quedó retocándose en el espejo, y su compañero comenzó a mear en el urinario de la izquierda con las evidentes y esperadas miradas hacia donde me encontraba.
–Calzas bien, ¿eh? –me dijo de repente–. Yo tampoco me quejo, mira.
–Sí, más gorda que la mía pero muy rica –le respondí, holgada y sinceramente–.
–Bueno, pero lo importante es que sirva, jeje.
En estos momentos de la conversación, ambos miembros iban tomando irrigación sanguínea. Por consiguiente, la erección era cada vez mayor.
–Pues ya que estamos voy a mear yo también, ¿no os parece? –pronunció el otro chaval, colocándose en el recipiente que quedaba libre, a la derecha–.
Las miradas se entrecruzaron durante unos segundos. Observé a ambos lados y no me lo pensé. Agarré con mis extremidades sendos rabos, no poniendo resistencia alguna sus dueños. A estas alturas, nuestros cipotes ya se habían convertido en duros falos por la excitación de la ocasión.
Tras un rato de intercambio e incómodos silencios, les propuse:
–¿Y si nos vamos a la cabina que hay detrás?
–Pues venga, claro –respondieron al unísono con rapidez–.
Echado el pestillo, como si de un resorte se tratase, me arrodillé para engullir semejante manjar. Como solo yo sé hacer. A dos manos. A dúo. Dos jugosos rabos que debía aprovechar a tope. Mis primeros trofeos de la tarde desde que llegué al local: uno extremadamente gordo, de unos 17 cm de longitud y rasurado, con un buen prepucio; el otro sin éste, con algo de vello y en torno a 18 cm de tamaño.
Mientras efectuaba el intenso trabajo oral, ellos se besaban con pasión, recorriendo cada palmo de sus torsos fibrados. Unos buenos morreos que se intercalaban con mi tarea abajo. Y no tardaron mucho en ofrecerme sus respectivos premios.
–Tío, ¡nos corremos, nos corremos! –gritaron mientras dos buenos lefazos inundaron mi inmaculada cara–. ¡Dios, qué gustazo, cabrón!
Casi sin despedirme de ellos, salí de la cabina. Quería que el ritmo no parase, así que me limpié en el lavabo de la estancia los restos de semen –ante la mirada de otros clientes- y continué haciendo la ruta por la primera planta antes de descender al sótano. Discurrí por las cabinas privadas, todas usadas debido a la gran ocupación del local esa tarde, y continué visualizando los ‘gloryholes’, que se encontraban con el aforo completo, para cerrar el primer ciclo de la visita.
Acto seguido, bajé las escaleras. Una marabunta de gemidos y sonidos similares se escuchaba a lo lejos. ‘Parece que se lo están pasando mejor aún aquí abajo’, pensé para mis adentros.
Casi sin esperarlo, llegué a la íntima ‘bóveda’: el lugar más morboso de todo el local, con una luz mínima y acogedora. En torno a 20 tíos se encontraban dando rienda suelta a su placer. Me senté en uno de los butacones para mirar las distintas escenas que se estaban produciendo antes de entonarme por completo. La televisión emitía imágenes pornográficas, pero me resultaba mucho más interesante acudir al directo. Porque, como de costumbre, la realidad supera a la ficción.
Me dispuse a levantarme y bajé un poco mis pantalones de chándal para pajearme mejor, permaneciendo junto a la pared. Pero repentinamente una fría mano acarició mis nalgas, y otra me rodeó de forma violenta hacia la pared noqueando mi cabeza. Al momento, y sin poder reaccionar al no salir de mi asombro, escuché al oído:
–Próxima estación: ¡mi rabazo en tu culo de cerda!–.
Inmediatamente después, una enorme presión envolvió mi afeitado cerete. Por la textura advertí que era un gran miembro, y por la frase y tono adiviné que se trataba de uno de los dos chavales que, antes de entrar en BoyBerry, iban hablando en el vagón de Metro muy cerca de mí. Salí de dudas cuando otra voz sentenció:
–¿Nos echabas de menos, mamona? Ya estamos aquí contigo y no te vamos a dejar escapar.
Al término de la pronunciación de esta frase, el ritmo de la enculada aumentó por momentos, llamando la atención de parte de los asistentes que se encontraban más cerca, muchos de los cuales comenzaron a reunirse en semicírculo para presenciar la morbosa escena que se había formado entre nosotros.
–Buah, vaya culazo chaval, parece un coñito de los buenos –refirió entre risas a su colega, soltándome la mano de la cabeza para situar las dos en mi cadera–. Lo vas a probar ahora y fliparás.
–Pues quítate que me lo pierdo, tío –respondió el otro, clavando su también enorme anaconda en mi ojete, ya completamente dilatado–.
Así fueron rotando sus folladas, mientras yo permanecía encantadísimo apoyado en la pared con la noción del tiempo gustosamente perdida, inmóvil y teniendo el ajustado pantalón vaquero por los tobillos, observado por numerosos tíos que se iban masturbando al ritmo de dichas petadas.
–Joder, me falta poco para correrme, ¿eh?, atento –dijo el primero de ellos, introduciendo por completo su miembro en la cavidad anal y moviéndolo de forma espasmódica–. ¡Ahí va, ahí va!
El espesor caliente de su potente eyaculación se sintió en todo mi recto. Tras unos segundos, sacó su miembro viril y, sin solución de continuidad, su compañero hizo lo propio, rematando dentro de mi culo a modo de preñada.
Subiéndose los pantalones grises de chándal que tenían, desaparecieron entre risas. Mientras tanto, sus trallazos iban desprendiéndose de mi ojete hasta el suelo, provocando un enorme calentamiento de los allí presentes, notando en sus miradas el morbo y deseo.
–Bueno… ahora nos toca a nosotros, ¿no? –preguntó uno de ellos, acercándose lentamente hacia mí–.
Y en ese momento, en el culmen del placer, agradecí haber cruzado de una vez por todas el dintel de esa puerta…