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Climax

Y de repente…. ¡Crash! Y como si de un cristal hecho añicos se tratase, la vida se paralizó por completo. Calles, coches, comercios, conversaciones, el Boyberry… hasta el ruido de una gran ciudad viva como Madrid, calló, el silencio más absoluto… todo menos mis instintos más bajos, mi necesidad de sentir el cuerpo, la piel, el aliento, el sudor de otro hombre, apretando nuestros pectorales, uno contra otro, amarrándonos con nuestros brazos y usando las manos como mordaza, mientras que nuestras pollas, duras, con las venas palpitando y sobretodo calientes, se rocen.

 

Mordiéndonos los labios, notando que se hinchan de sangre, y su carne introducida parcialmente en los dientes, cómo las lenguas se buscan, se mueven, conectan, al igual que  rabos de lagartija, sin parar ni un segundo y generando cada vez más y más saliva. Esa saliva, que junto con los “aromas inhalados” se describe y se saborea como un néctar afrodisíaco; que va liberando a ambas bestias, nublando la razón y endureciendo, más si cabe, nuestros rabos. Remarcando las huellas de las venas a través de los slip, y filtrando todo ese precum, que hace que la excitación sea clara evidencia, mientras lubrica y exalta con brillo toda la “cabeza” violácea, que despierta el deseo de jugar con ellas con nuestras bocas.

 

La temperatura sigue subiendo, ayudada por el cóctel suscitado por la libido, y demás edulcorantes. Desencadenando una reacción de sumisión, mi cuerpo parcialmente desnudo, entregado al deseo y a la voluntad de ese hombre, por el poder que ejercen sus dedos sobre mis pezones. Unos movimientos que alternan, de forma intermitente, la sutileza de una caricia, con la presión de un pellizco; mientras que su otra mano, grande, bien formada, fuerte, incluso ruda, obliga a mi boca a abrirse para recibir un escupitajo, que lejos de hacerme sentir inferior, provoca en mi la dilatación de todos mis sentidos.

 

 

Su cabeza, sigue el recorrido, y marcándolo con su aliento, desciende hasta la goma de mis calzoncillos, que muerde y va deslizando por mis piernas; mientras su mano, surcando mi pecho con sus uñas, rodea sin sutileza mi cuello y lo aprieta con firmeza. Mi rabo queda al descubierto, robusto y enderezado, parece apuntarle directamente entre ambos ojos, pero no titubea, y sin liberarme, lo agarra con firmeza para empezar a restregárselo por la cara. Lo que empezó como una simple caricia, se desvirtúa por la lujuria, cuando antes de recorrerlo con su lengua, decide golpearse la cara. Con cada impacto, noto su barba de tres días, el temblor de sus carrillos y la dureza de su cuadrada mandíbula. Voraz, salvaje e instintivo, lo introduce en su boca y notando el roce de sus dientes, llega a devorarlo hasta pasar su propia campanilla. El movimiento de su cabeza, violento pero placentero, facilita la introducción de todo mi miembro, hasta el punto de notar su nariz sobre mi pubis. Sigue jugando, comiendo, saboreando, con ansia y ahínco, como un perro al que se le da un jugoso chuletón. Lo besa, lo huele, lo recorre, lo escupe, en fin, lo disfruta y me regala uno de los mejores momentos de mi vida.

 

Parando en seco, decide darme una tregua, liberando mi cuello de su falsa cadena, para agarrar mis pelotas hinchadas, estrujarlas y llevárselas a la boca, mientras masturba con violencia mi polla. Siento presión pero a la vez me siento libre, y mientras él juega, decido estremecer más mi cuerpo y reforzar mi experiencia, embriagándome una vez más, en una gran inspiración de aquel aroma.

 

De nuevo, como en un dejavu, para…, congela su mirada en mi cara, y levantando levemente el lateral de su labio, en una mueca entre pícara y cómplice, libera su polla erecta arrojando sus calzones al suelo y colocando bien sus “calcetos”, que adornan unas piernas musculadas y con vello, y su color blanco con dos rallas negras, resalta su tez morena.

Con decisión y de forma solemne, decide ponerse de pie, sobre mí, con sus piernas abiertas, como si estuviese presentándome el trozo de carne que ofrece en su menú. Una pieza suculenta, de un tamaño normal en cuanto a longitud, pero un grosor y unas venas marcadas, que lo hacían,  junto con su cuerpo trabajado, un compendio de deseo. Sus manos presionaron mis sienes, y su rabo, comenzó a cruzar, literalmente mi cara, hasta el punto que el clímax me condujo a tragar; tragar polla y saliva, prácticamente en apnea, los ojos me lloraban, y las arcadas bailaban al compás de sus embestidas, mientras que la percusión la producían sus cojones rebotando contra mi boca y barbilla. Sus gemidos, mis suspiros, los movimientos de su cadera, el brillo de mis ojos, por las lágrimas que acusaban la falta de aire, el sudor inundando el colchón y el olor a macho, fue lo más cercano a mi concepción del olympo, y por supuesto él, con su rol de semidiós, manejando la situación. Un éxtasis sexual que iba estallando, una contradicción, como un “ni contigo ni sin ti”, algo inexplicable que dejaba entrever, que podría ser el comienzo a una adicción sexual con él y una dependencia total a ser esbirro del sexo. Contrae sus cachetes, para potenciar sus empujes, y un escalofrío le eriza los pelos de sus patorras, cuando dejo patinar la punta de mi lengua por su frenillo. Chirrían sus dientes, se separa, me voltea, e impaciente, separa mis piernas dejando reposar su rostro sobre mi ojete, para comenzar a introducir de manera hábil su lengua. Pequeños círculos sin dirección definida con alguna que otra acometida, que abre paso, sin pausa pero sin prisa, primero con la punta de su lengua y después con más de la mitad. Sigue humedeciendo, escupiendo, succionando, mientras yo dilato, me rindo, como la cueva ante los cuarenta ladrones, y es en ese preciso momento, donde sin dar tregua a su boca, entran en juego sus dedos, de nuevo. Lame, presiona, escupe e introduce, de forma armónica, casi, casi simultánea, su habilidad dejaría por los suelos a cualquier robot de cocina, de esos que son multifunción.

 

Rara vez, tengo el anhelo de hacer de pasivo, pero esta vez, deseaba ser suyo, su juguete, su consolador, su agujero, quería sentirme sucio, cerdo, sumiso, vulnerable… sin renunciar a disfrutar de cada segundo de este momento. Sin ningún remordimiento de conciencia, tomando las riendas de la fogosa escena, cambiamos las tornas y ahora son mis dedos los que se esconden en su cuerpo. Introduciendo el anular, el corazón y el índice, mientras su orificio dilata y poco a poco entra también meñique. Esbozando una mezcla entre alarido y gemido, disfrutando de aquel aroma y en cuestión de segundos, todo mi puño se acomoda dentro, tan dentro, que puedo notar el calor de su cuerpo en mi antebrazo. Con mi miembro a punto de explotar, saco la mano de su culo, separo sus cachas del culo, lo escupo, y sin pensarlo dos veces le meto una estocada, hasta sentir mis pelotas presionadas contra su cuerpo. Él se estremece de placer, saca el culo desde su posición, a cuatro patas, mientras aprieta con fuerza las sabanas. Claramente pide más, lo quiere, lo pide sin palabras, y lo demuestra contrayendo su esfínter cada vez que nota mi polla rellenando su agujero. Minutos que parecieron horas, horas llenas de codicia, de ganas, de placer, y francamente, no fui yo el único que así lo vivió. De forma pausada, y con nuestros nabos igual de duros que el cemento armado, se libera, se incorpora y me somete. Mi agujero, estrecho, se abre bruscamente, mezclando el dolor con el placer, notando como con sus bruscos movimientos mi piel se rasga, pero no quiero parar, quiero más, notar esas venas palpitantes a punto de estallar. Con sus manos agarrando mis caderas y haciendo presión, sus golpes contra mi culo son cada vez más violentos, y a su vez me hacen gozar de forma que pocas veces había experimentado.

Cuando está al límite, saca su miembro y enredando nuestras cabezas con las piernas del opuesto, comenzamos a  mamarnos de forma atroz, sin parar, como si fuesen lanzas a punto de salir por la garganta. Engordan, laten, se humedecen y… ¡zas! Sin previo aviso, me corro en su boca. Sin rencor pero directo, me agarra la cabeza y empieza a zamparme mis hocicos, de forma que la leche, aun caliente, mezclada con su saliva, empieza a chorrear por la comisura de nuestros labios. El sigue besándome, mientras agito, meneo, bato su cipote, y así culmina, llenando de leche mi pecho y mi abdomen.

 

Y en este momento, en el Nirvana, tras haber llegado al apogeo, al orgasmo y con el fervor aún en el cuerpo, una vibración me conduce de nuevo a la realidad. Un nuevo mensaje de la aplicación en el que puedo leer mientras recupero el aliento: “En cuanto acabe todo este rollo del confinamiento, te invito a una copa y nos damos bien de rabo en el Boyberry”

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